Una persona no es solo un nombre con dos apellidos, su
número de
Documento Nacional de Identidad y su última
declaración de la renta.
También es muchas otras cosas: su aspecto, aquellos
sueños vírgenes de su
juventud, los retos que le ha ido tendiendo la vida y
el coraje que le queda
al final para aguantar la llegada de la muerte con los
ojos puestos en pie.
Un ser humano, ya digo, es también los restos de su
niñez, las veces que se
ha levantado después de caer, los días de vino y rosas
y aquella primera
noche en que veló el cadáver de alguien cercano sin
cuya presencia ya nada
volvió a ser igual. Con la madurez auténtica, uno
acaba aprendiendo que
es, además, lo que se cuenta de él; las adulaciones
inmerecidas que recibe y
el pan y la sal que le niegan aquellos que jamás
olvidan cuentas pendientes.
En estos tiempos cuesta encontrar a alguien con
criterio para compartir
esas sensaciones especiales que producen una novela,
una película o un
pasaje musical que valgan la pena. Sin duda, abunda la
gente que sucumbe
de la misma manera ante el dictado publicitario de la
moda cultural --esa
especie de balido que suena exactamente igual en boca
de la mayoría de
ovejas en el rebaño– pero otra cosa bien distinta es
cualquier creación que
exija una respuesta personal y única por parte del
receptor.
Personalmente detesto la mayoría del cine español que
se viene haciendo
desde hace años. Y no es porque me rinda como un
papanatas ante las
películas que vienen de fuera ni porque desprecie los
productos nacionales.
Simplemente, me parece que en el cine español se han
acabado hermanando el sectarismo ideológico de los guionistas, la falta de
talento
de los directores y el desprecio a la inteligencia del
espectador por parte de
ambos. Además, habría que añadir a lo anterior esa
enorme cantidad de
nuevos actores a los que han enseñado a interpretar
mal sus papeles y
expresarse peor todavía. Por suerte, aún nos quedan
vivos grandes
intérpretes que se hicieron así gracias al esfuerzo y
los años, como los
buenos vinos. También se salvan algunos –poquísimos—
jóvenes.
Tampoco me gustan las películas de dibujos animados ni
las revistas de
“comics”. Se trata de una enfermedad que contraje
durante mi
adolescencia, hace ya muchos años. Cuando era niño
disfrutaba mucho con
los tebeos infantiles de entonces, tal vez porque creía
que el mundo tenía
únicamente dos dimensiones. Luego crecí y las dos
universidades –la
académica y la de la vida— me enseñaron que el
universo entero no es
plano, ni siquiera cúbico. En realidad, está
configurado por cuatro
dimensiones y la más importante de todas ellas es
invisible y se llama
tiempo.
Vivimos en una sociedad que rinde culto a la
aceleración y la frivolidad
por un lado y a la dejadez y la desidia por el otro.
Ciertas vidas corren
mucho para quemarse deprisa. A otras, en cambio, lo
más profundo que les
pasa por la cabeza es esa escalinata donde se sientan
a esperar el porvenir,
que es algo que nunca llega cuando se adopta tal
postura. En la era de las
comunicaciones, el ser humano se ha convertido en un
autómata solitario
que gasta su dinero fundamentalmente en relacionarse
con el teléfono
móvil, el correo electrónico y la tarifa plana de
Internet; aunque luego
dedique una noche a la semana a beber en manada como
aquellos búfalos
que formaban estampidas sobre las tierras sioux antes
de ir todos juntos a
abrevar en los ríos que bajaban de las Montañas
Rocosas. Recuerdo aquel
tiempo en el que cuando una persona quería estar sola
se iba al campo sin
puertas para darle patadas al aire y silbarle al
horizonte. O, en el peor de los casos, buscaba la soledad haciendo una cama
redonda con la gripe, un par de aspirinas y un vaso de leche caliente. El que
tenía madera de héroe
incluso le hacía un hueco a la copa de coñac Peinado.
Yo creo que la facilidad en las comunicaciones nos ha
servido para
muchas cosas buenas pero también ha logrado que la
gente vaya
pregonando su aislamiento por las aceras. Alguna vez
he escuchado sin
querer a personas que mantenían en la calle, a través
de su teléfono móvil,
conversaciones que eran propias de películas porno o
de discusiones entre
asesinos en serie. Y lo hacían a voces, sin
importarles que les dolieran los
oídos a los transeúntes que pasaban por su lado. Es
decir, como si el resto
del mundo no existiera. En realidad, se trataba de un
gasto inútil; ya que
por muy lejos que estuviese el interlocutor podría oír
perfectamente
aquellas voces destempladas sin necesidad de usar ese
aparato como
correveidile.
Uno nunca sabe a ciencia cierta para qué lectores
escribe. Menos aún,
para cuántos. Puede que te lean unas cuantas docenas
de personas a las que
les gusta que digas las mismas cosas que dicen los
demás de otra manera
distinta o quizá solo interese tu opinión a cuatro
tipos que se crecen por
contraste con el rechazo a tus ideas. Saben que no
eres de los suyos y eso
les sube la moral o les hace un poco más grandes ante
sí mismos. Pero eso
en definitiva no importa demasiado porque de lo que se
trata es de actuar
con franqueza y lo más cerca del límite de tus
posibilidades. Por otra parte,
con frecuencia el curso del artículo cambia respecto
de cómo te lo habías
planteado al principio. Salvo que no te produzca el
menor pudor redactar
una columna al dictado con prosa de portavoz oficial –
con unos
argumentos que suenan como jaculatorias durante un
rezo desganado del
Rosario--, al final queda poco de la forma original
que te planteaste al
empezarla. Y en ocasiones el resultado es mejor de lo
previsto. Uno
empieza con alguna reflexión sobre cierto hecho que le
inquieta o le anima y acaba dejándose enredar en una maraña surrealista. Claro
que la emoción
suele estar en lo inesperado, siempre que esa sorpresa
no consista en
descubrir que la empresa de mudanzas encargada de
trasladar tus muebles a
la nueva vivienda los carga en una nave espacial y sus
operarios son
hombrecillos verdes con tres ojos en la cara.
Desde luego lo que no he hecho nunca –ni creo que
suceda ya a estas
alturas de mi vida— es rellenar un artículo con
lugares comunes y frases
hechas de esas que sustituyen al pensamiento personal.
La opinión
publicada y las tertulias televisivas rebosan de esa
clase de discursos
dirigidos. Quizá porque la propia sociedad española de
hoy está en la
misma onda; la de sustituir sus propias conclusiones
por esas otras que les
venden a precio de saldo en el mercadillo político.
Respecto a la defensa de
los intereses de los trabajadores, el feminismo, la
justicia, el progreso, el
cambio climático, la solución definitiva al paro y los
problemas de la
cultura, escucho y leo constantemente demasiados
eslóganes pero muy
pocas ideas.
Tampoco soy de los que escriben resumiendo lo que sus
columnistas
favoritos publican en los diarios nacionales arrimando
el ascua a la sardina
que comparten con camaradería ideológica. Por
desgracia, casi siempre se
trata de una sardina que lleva demasiado tiempo fuera
del mar y delata su
presencia por el olor. Claro que hace falta tener
narices para notarlo y
atreverse a decirlo.
En la última época del régimen anterior, la inmensa
mayoría de los
españoles utilizábamos el pensamiento para aspirar a
la libertad. Cuarenta
años después es evidente que gracias a la ayuda de
unos partidos políticos
–viejos y nuevos– expertos en triquiñuelas de tahúr,
de un puñado de
televisiones deliberadamente narcóticas y de esa
enseñanza que ha
apostado porque nos den
pensadas las ideas, la supuesta libertad de hoy
–tan estrechamente vigilada, por cierto-- sólo nos ha
servido realmente para
destruir aquellos razonamientos que nos estimulaban a
conseguirla.