domingo, 19 de agosto de 2012

FIESTA (Relatos 29)

La Maestranza luce bonita en una tarde de toros. El gentío a su alrededor, los puestos de bebidas, chucherías, sombreros y tabaco forman un contorno vocinglero y cacofónico que ensordece a aquel que viene a contemplar el espectáculo.
Hace muchos años que no vengo a los toros, quizá ya he olvidado parte de las decepciones sufridas en mis anteriores asistencias – espectáculos bochornosos de toros que se caen, toreros que no hacen honor al nombre y tomaduras de pelo, amén de que si alguna vez tuvieron un cierto sabor romántico ya no se lo encuentro- y la oportunidad de poder ver de nuevo una fiesta, a la que me aficioné de muy niño, me empuja a buscar de nuevo un algo indefinible.
Una vez pasado el control de entrada, recojo una almohadilla y me dirijo a mi asiento en el tendido de sombra.
El paso a las localidades, desde los pasillos, a través de los vomitorios supone un golpe de luz, color y un sonido distinto mezcla de conversaciones, trasiego de gente y gritos, más contenidos, de los vendedores. El ambiente festivo se cuela en todos los rincones.
Vamos ocupando nuestros asientos, quedo empotrado, por los lados, entre una señora “enjaezada a la andaluza” y un orondo fumador de puro, vitola incluida; mis rodillas quedan apoyadas en la espalda de un trajeado aficionado y siento en mis espaldas la presión de las rodillas de otra dama. Las conversaciones versan sobre: la corrida del día anterior “la faena tan buena,que “Fulano” le hizo al cuarto toro” y las preguntas sobre la salud de comunes conocidos, abonados también, como los que me rodean.
A nuestra derecha el palco de la presidencia, los toriles y la plataforma para la banda de música, a nuestra izquierda y casi enfrente la puerta de cuadrillas.
Poco a poco me voy acomodando, como un pollo en un nido, culeando a uno y otro lado, apoyando la espalda, de manera razonable, en las piernas de quien me sucede y soportando, con estoicismo, las espaldas del delantero. Una vez arrellanado, que empiece el espectáculo.
La plaza se ha ido llenando y se convierte en una serie de círculos multicolores que rodean callejón, burladeros y ese disco de albero, cual sol al que el sacrificio llamado “arte” le ofrece sus víctimas.
Son las seis y media de la tarde, noventa minutos después de esa hora que Lorca inmortalizó, las voces se van amortiguando en murmullos y las puertas de cuadrillas se abren para dar paso a los alguacilillos que vienen a recoger unas imaginarias llaves a la presidencia y la licencia para iniciar el festejo.
De tres en fondo avanzan los diestros con sus respectivas cuadrillas, dos de ellos vienen cubiertos, no es la primera vez que aparecen ante este público, el tercero, como nuevo en la plaza, trae la montera en la mano; los colores de sus trajes de luces - verde, rojo y azul cielo- ,combinados con el oro,contrastan con aquellos más apagados que se alternan con el plata de los subalternos. Tras los toreros a pie se aproximan sobre sus cabalgaduras, revestidas y protegidas, los picadores y cerrando filas, con el cascabeleo característico de los arneses y los chasquidos de los látigos, los mulilleros.
Para mí, ha terminado la parte festiva, inocente y brillante, en la que la “majeza” brilla y aún no se adivina el drama.
Tras saludar a quienes presidirán el festejo, la cabalgata se disuelve; mulillas y picadores vuelven a su punto de salida, las puertas por las que salieron son cerradas y las cuadrillas se distribuyen tras los burladeros.
Suena el clarín y miro hacia la puerta de toriles, que se abre para dar paso a un animal fuerte, musculado, de cabeza arrogante, “astifino” y negro calzado. La luz lo deslumbra y corre con ímpetu en busca de una salida pero el círculo es cerrado para él, se inicia el juego.
Aparecen dos peones que con los capotes de brega intentan distraerlo y ver sus derrotes pero el animal, en su efímera libertad, ignora todo lo que pueda interponerse en su búsqueda de una salida. Suelto está y hay que pararlo. El espada recoge su capote para lucirse y el clarín avisa para dar paso a los picadores; mientras el matador, que es el de más experiencia de los tres, intenta hacer alguna faena, pero ni el toro se deja, ni sabe contenerlo y sus intentos de darle alguna verónica- completa o media- se convierten en varios trapazos sin ton ni son; “el respetable” aplaude y jalea con varios “olés” la pantomima que presencio.
Entre varios peones, con mucho esfuerzo y poco oficio, conducen al toro hacia el caballo de tal modo que la única salida que tiene la res es la de embestirlo.
Es el momento en que la función se rompe, el varilarguero se lanza sobre el lomo del animal, que no sobre el morrillo, y rompe, rasga, presiona y acosa al toro de tal modo que cerrándole la salida y saliendo de su “segmento circular”, se ensaña con él y hunde una y otra vez la puya sobre el animal herido; la gente silba ante la crueldad del castigo y yo ignoro por qué el Reglamento no se hace cumplir por el presidente. El toro se hinca de manos ante el castigo y la sangre fluye a borbotones del lomo de “la fiera”. Es tal la dureza aplicada que el diestro pide el cambio de tercio y el representante gubernativo lo autoriza. Con la retirada del piquero y la inestimable ayuda de los peones a poner al toro en pie continúa el festejo.
Ha sonado el clarín de nuevo y los subalternos se ocupan , más mal que bien, de colocar unos rehiletes que dejan una exigua muestra sobre un lomo de toro sangrante, el resto de banderillas reposa en el suelo.
De inmediato el clarín nos indica que el tercio de “la verdad” ha llegado, y el espada brinda la muerte del toro a una dama parapetada tras un mantón de manila, que contempla la faena desde barrera.
De verde y oro el diestro, uno de los punteros en el escalafón, se dirige con pasos mesurados hacia su enemigo que está inmóvil. El “maestro” lo cita, se aproxima a la “fiera” con la muleta en ristre, se para, se aproxima más aún y deja pasar al toro bajo la muleta, no sin rozarse a la vez con la tripa del animal. El gentío rompe en exclamaciones, vuelve a acercarse al toro, y este huye sin contemplaciones; una muestra, actual, del “parar, templar y mandar clásicos”. Tras una serie de persecuciones, con ayuda de los peones para limitar el espacio el toro, que  busca su querencia en las tablas sintiéndose acorralado y herido, el diestro consigue pasarle, con la mano derecha, tres veces la muleta sobre el lomo e intenta un amago de pase de pecho. El público ruge y los gritos de “torero, torero” ensordecen la plaza; sólo algunos “despistados” del tendido 7 silban o mantienen un silencio elocuente. La banda de música se lanza de una modo incontenible sobre un pasodoble que amenice la faena del “triunfador” y acalle los silbidos.
Son tres mantazos más los que, tras el torero mover levemente la cabeza de izquierda a derecha, inician una sucesión de intentos de acabar con el toro que se saldan con dos pinchazos y una “media pescuezera” que acaban con los sufrimientos del “bicho”; aunque algunos agitan los pañuelos el presidente opta por no conceder trofeo alguno.
Aprovecho la entrada de las mulillas para abandonar mi lugar,no sin trabajo y varias peticiones de permiso, bajo las escaleras, salgo al vomitorio y a través de los pasillos dejo atrás puerta y plaza.
Por el Paseo de Colón me prometo, de nuevo, no volver a asistir jamás a una corrida de toros.