Se sentía cansado, y en el silencio se oía la voz del
sacerdote que dedicaba su homilía a “el hijo pródigo”, historia oída infinidad
de veces y que le inducía al sopor.
Sus pensamientos le llevaron a otros: ¿desde cuando asistía
con asiduidad a misa?; recordaba su infancia, sus padres: iba con ellos, de la
mano, tomaban unas sillas a la entrada y él ser sentaba cuando todos lo hacían y
se levantaba o arrodillaba a la par que ellos; le habían enseñado a “signarse”
y “santiguarse”, maneras de poner la mano sobre sí mismo: su frente, sus
labios, su pecho, ignoraba para qué.
Mas tarde aprendió de una manera mecánica y repetitiva una
serie de preguntas y respuestas que antes de conocer su significado real le
sirvieron para “hacer la primera comunión” y tener “sentido del pecado”.
La asistencia, con sus padres tenía un componente lúdico-
salir toda la familia junta- pero pasó a convertirse en “precepto” a cumplir so
pena de pecado mortal y el hábito se convirtió en obligación.
Ir con los amigos los domingos era uno de los pocos hechos
sociales a que asistía; quedar con ellos, antes o después de misa, para ir
acompañado en un caso o tomar el aperitivo después. Con el tiempo se convirtió,
casi sin darse cuenta, en un punto de encuentro-en lugares mas o menos
próximos- con personas que: por edad, afinidad, profesión, relaciones creaba un
nexo de reconocimiento en diversos lugares.
Acompañado de sus hijos y esposa continuó la tradición y
cuando aquellos volaron solos y ella falleció, la inercia le empujaba uno y
otro domingo.
La obligación volvió a sus orígenes y se convirtió en
costumbre- el oficiante pasó de estar de espaldas a los fieles y hablar en
latín a mostrar, continuamente, su rostro a las ovejas hablando la lengua común- todas las
historias que los distintos párrocos, coadjutores y predicadores habían
contado antes en púlpitos, después las exponían junto al altar- en el lado de
la epístola- y él las oía repetidas sin cesar desde la infancia. Hierático permanecía
oyendo en silencio, pero nada de lo que oía, ya fuese admonitorio, reflexivo,
conciliador o tonante extraía de él la menor respuesta. No se sentía parte del
grupo que lo rodeaba y no entendía qué le unía a aquella gente; se mostraba inmóvil o cambiando de posición pero ajeno a todo aquello que formaba su mundo
alrededor.
Trabajosamente se levantó y ayudado por su bastón, lenta y silenciosamente, se dirigió a la
salida.