Miro a Clara buscando sus
ojos. Los ojos de Clara se posan y saltan de un objeto a otro, de una figura o
un mueble a otro. Se deslizan sin ver y sus ojos son dos profundos agujeros
negros que absorben cualquier luz que pudiese existir. Son ojos viejos como el
mundo que todo lo ha visto y sufrido.
Desde hace veinte días todo
es silencio, un silencio ominoso que invita a no abrir la boca y en el que mis
miradas resbalan sin asidero alguno sobre ella.
Hace veinte días aquella
criatura para la que nos preparábamos, que iba a ser un inicio vital para ella
y la feliz continuación de una esperanza para ambos, se fue. La habíamos
perdido en ese hospital al que acudimos asustados ante las continuas
hemorragias que Clara comenzó a sufrir.
Nos conocimos en la
Universidad, estábamos en lugares equivocados, entonces yo era profesor, ella
alumna; nos encontramos años después, tras sendos fracasos en nuestras existencias.
Ella fue la maestra, yo quien aprendía, cada día, de una perspectiva humana que
yo no había sido capaz de aprehender hasta entonces. Rompió amarras familiares
y vino a compartir conmigo lo que había sido una existencia de lobo solitario
para convertirla en una continua primavera.
No hablamos nunca de hijos
ni de amor, las palabras eran insuficientes para contarlo; vivirlo era nacer,
vivir y morir en un todo.
Cuando sintió otra vida en
su interior fue una respuesta a lo no pedido ni buscado pero que nos pedía y
nos buscaba a ambos.
Ahora, el silencio en su
vientre hace que sus manos estén frías, que al tomarlas con las mías estén
inertes, como si junto a Amalia, la íbamos a llamar así, se hubiese ido la
llave que como a una autómata le diese cuerda.
Clara deja su mirada fija
un momento y brilla un instante, en el alféizar de la ventana un gorrión
picotea algo, la mano que sostengo aprieta levemente la mía. Los rayos del sol
atraviesan la ventana y juguetean sobre la alfombra.