miércoles, 30 de marzo de 2016

ALIMENTO PELIGROSO (Relatos 36)



                                 
Andrés esperaba a Ana.
La había invitado a tomar café a su casa y estaba algo nervioso. No era habitual esa sensación, acostumbraba a invitar a sus conquistas, visitas que raras veces se repetían.
A sus cuarenta y siete años, se consideraba un conquistador nato, tenía buena presencia y sabía decirles a las mujeres cosas que para ellas eran señales de interés que recibían con placer y para él formaban parte del galanteo previo.
Lo de Ana era distinto, le había seguido la corriente pese a que ante ella  había desplegado todos sus recursos, sin embargo se limitaba a mirarle a los ojos y sonreía burlonamente.
La conoció esperando el autobús bajo una marquesina.
Ana era una mujer alta y atractiva, su aspecto cuidado aunque informal, su figura escultural, su mirada interrogadora y chispeante, entre treinta y cuarenta años y…lo más intrigante, un bolso azul marino grande e inseparable.
La coincidencia varias veces en la parada hizo que se estableciese entre ambos una cierta confianza.
Las respuestas de Ana, sin ser cortantes, eran escuetas y precisas y eludía contestar a aquellas preguntas personales que buscaban información sobre ella misma.
Por ello el que hubiese aceptado ir a su casa, tras varias propuestas excitaba a Andrés y esperaba abrirle, y de qué manera, su intimidad.
A las 5:30 en punto llamaron a la puerta y Andrés encontró a Ana con un paquetito y su inseparable bolso azul.
-Encontré la puerta de la calle abierta- dijo Ana.
Vestía una blusa blanca, que realzaba su figura, con un pantalón beig y unos zapatos del mismo color; una cazadora de ante color camel completaba su atuendo.
Si a Andrés le parecía apetitosa normalmente ahora le hacía relamerse de gozo el pensar en lo que vendría.
-¿Te ha costado dar con esto?
-No, ha sido sencillo- respondió ella.
-Pasa, ¿y esto?-  dijo Andrés refiriéndose al paquetito.
-Unos bombones, un detalle.
-Gracias, qué amable.
Andrés condujo a Ana a una especie de salita, prolongación del recibidor, en la que se podían ver dos puertas cerradas y el acceso a la cocina.
Tras recogerle la cazadora e intentarlo, inútilmente, con el bolso, Andrés le indicó un sofá rojo oscuro que presidía la habitación.
-Ponte cómoda, té o café.
-Café cortado- repuso Ana.
-Yo lo tomaré igual- afirmó él a la vez que se dirigía a la cocina no sin antes elevar el volumen de la música que apenas era audible.
La guitarra de Mark Knopfler, junto a su voz inundó la habitación, cantaba “Brothers in arms”.
-Te gusta- preguntó Andrés desde la cocina.
-Sí es bonita.
Ana recorrió con la mirada la habitación y le pareció práctica y sin concesión alguna  a la decoración: sofá, mesita, sillón, estantería, equipo de música y…poco más.
El retorno de Andrés, con una bandeja y dos cafés junto a un plato de pastas y una mirada posesiva le hizo a Ana vibrar internamente.
-¿Me has invitado a tu casa para acostarte conmigo, verdad?- interpeló Ana
-Sí- fue la respuesta de Andrés.
-Yo también he venido para ello. Para qué vamos a perder tiempo, vamos ya es  hora.
Sin tocar el café, Ana se levantó y pidió
-¿El baño? ¿El dormitorio?
Andrés se quedó sin articular palabra y señaló en ambos casos con la cabeza.
-Espérame en la cama- dijo Ana.
Sintiendo que la situación se le escapaba de las manos, mientras ella entraba en el baño él se desnudó como un autómata.
Por un momento quiso parar todo aquello, pero las expectativas se precipitaban y la naturaleza se desbocaba; una tremenda erección le preparaba a recibir a una mujer a la que ni conocía ni, ahora, estaba interesado en conocer.
Ana apareció en la puerta del dormitorio totalmente desnuda, como una diosa, sus pechos pesados y enhiestos, su vientre plano, sus muslo firmes y tersos, el brillo prometedor del oscuro de su monte de Venus y …su sempiterno bolso azul.
Era el momento de los gestos y pocas palabras. Depositó el bolso junto a la cabecera de la cama y dijo
-Yo arriba.
Ana tomó la verga enhiesta y brillante de Andrés, se la introdujo en la boca y tras mantenerla unos segundos pasó a continuación a montarse a horcajadas sobre ella.
Sentir la humedad interior de ella hizo a Andrés empezar a agitarse e  iniciar unos movimientos que Ana secundó para convertirlos en un trote acompasado.
Los pechos de Ana oscilaban ante sus ojos y Andrés creía vivir una mezcla de sueño y realidad.
Cuando el trote se convirtió en galope Ana extrajo algo del bolso que él no era capaz ya de percibir y así mientras sollozaba de placer ella le clavaba una lezna de zapatero en pleno corazón a la vez que decía
-NO ME GUSTA QUE ME COMAN CON LOS OJOS.
Ana salió del trozo de carne que la ensartaba, extrajo el punzón y entró en el baño para salir vestida pocos minutos después. Tomó su inseparable bolso azul, recuperó el paquete de bombones y su cazadora y al salir tiró de la puerta hacia sí.
La cerradura cerró con un “clack”.




sábado, 5 de marzo de 2016

PLOMERO Y YO (Relatos 35)







Fueron pocos los días que pasé en casa de mis tíos en Callosa de Segura; tendría trece o catorce años y dejaron en mí una huella indeleble.
En ellos conocí a “Rubio”, si bien ahora le llamaría “Plomero” ya que por oposición no era pequeño, ni peludo, tampoco blanco ni parecía de algodón sin huesos; este era un burro macho, grande de un color sucio gris plomo y de huesos bastante duros como pude comprobar.
Para un chico de mi edad en una huerta en donde el pueblo no quedabas cerca, donde los adultos -mis tíos- me consideraban un mal menor, mis diversiones quedaban limitadas a unos chapuzones en la alberca, aproximaciones más o menos receptivas, con pulgas incluidas, a los perros de raza indefinible que rondaban por allí, la existencia de otro ser al que yo podía considerar con una cierta racionalidad colmó mis deseos.
Ayudar a poner y quitar el serón a “Rubio”, tomarlo del ronzal, llevarlo a la cuadra, ponerle agua y comida, él se dejaba hacer a la vez que me miraba desdeñosamente.
En una ocasión me acerqué de improviso y el rucio dando un respingo lanzó dos coces que evité por bien poco, pero me permitió descubrir que “Rubio” tenía su personalidad.
Mis intentos de convertirme en caballero o jinete se salvaron con sendos respingos y sus consabidas respuestas.
Envidiaba y me sorprendía la enorme salud que, a ratos, ostentaba el  jumento a la vez que rebuznaba sonoramente, ambas  cuestiones  despertaban mi curiosidad científica.
Mi tío conocía las “virtudes” del asno e intentaba que mis intentos de jugar con el mismo fuesen, ya que no respetuosos, al menos cordiales.
Fuese porque yo era demasiado pesado, una mosca cojonera diríamos hoy, y mi tío estaba harto de escucharme, una mañana conseguí su ayuda para, sobre una astrosa manta colocada sobre el lomo ,montar a “Rubio” y tomarlo del ronzal.
En el instante en que aquel bicho me sintió sentado sobre su grupa se lanzó a una carrera desenfrenada dando rebuznos y lanzando coces. Mis aficiones ecuestres se convirtieron en un miedo cerval y cuando la bestia se quedó clavada de manos y yo salí lanzado sobre sus orejas creo que se rompió en mí algo más que una ilusión.
Me llevaron al pueblo, me dieron varios puntos en la barbilla en una brecha por la que sangraba como un cerdo y el brazo izquierdo quedó magullado durante una temporada. Tres días después volví a mi casa con el apósito y el brazo en cabestrillo.
Cuando al reflexionar toco mi barbilla, inevitablemente me acuerdo de “Plomero y yo”.