Quizá
le hubiese cuadrado mejor a este artículo haberlo llamado Muerte de un inmortal aunque
me temo que a él le hubiese parecido pura exageración, una metáfora mal traída.
Nada que ver con las suyas, que eran certeras como un disparo de “Harry el Sucio”
o la definición del metro según la longitud de onda de la radiación del isótopo
Kripton 86. Se hizo periodista por
seguir la saga, de la misma manera que Rockefeller acabó siendo multimillonario
o Felipe VI ha devenido en rey de los españoles. Cuando dejó de ser niño descubrió los clubs
de jazz, los matones de segunda y las putas de madrugada, nada tiernas y bastante
desengañadas de los hombres… que no pagan. Pateó ciudades imaginarias de noche, a través de sus calles mojadas por la
lluvia y en cuyos charcos acostumbran a brillar los reflejos cruzados de las luces
de neón y los ojos gatunos de las rubias de asfalto. José Luis Alvite
fue uno de esos grandes en una literatura de periódicos que hoy no quiere cultivar
casi nadie porque es más cómodo adornar las mismas consignas de siempre con
mucha paja. Ahora la inmensa mayoría de los columnistas famosos se dedican a correr
en el velódromo-redil de algún gran diario nacional a lomos de un caballo azuzado
por cualquiera de las dos fustas ideológicas en competición. Y a no pocos de
ellos les veo todavía pastar en la pradera, enseñando la marca del rancho grabada
a fuego en el anca y protegidos con algún premio-alambrada contra la soledad
libre del campo abierto.
Alvite,
por el contrario, fue siempre un francotirador suelto. Disparaba a distancia
sus metáforas del calibre nueve largo contra
los lugares comunes, el “buenismo de
manual” y todos estos dogmas laicos de hoy, que han conseguido hacer de algunos
sermones inquisitoriales de antaño un mal menor. En los artículos de José Luis Alvite
se combinaban –como en los buenos cócteles de siempre– la dureza, la ternura, el
desencanto, la lucidez y la poesía en sus justas proporciones.
Le
gustaba Sinatra cantando I’ve
got you under my skin y los pianistas de burdel que eran capaces de
acariciar las teclas con manos de tahúr. Y le seducían las solitarias mujeres de
madrugada; esas que lucen una silueta inolvidable encima de un taburete, junto
a la barra de cualquier bar casi vacío, mientras suena en la gramola la voz de guindilla con miel de
Billie Holliday cantando Summertime, una nana de ópera perfecta
para acunar el corazón herido de todos aquellos a los que nadie espera en casa.
Le caían bien
los mafiosos sentimentales que pierden el botín del atraco por culpa de una
pelirroja de las de verdad, con rizos de cobre arriba y abajo. Y esos aventureros de película que prefieren
romperse la crisma con el coche antes que atropellar, en un paso de cebra, al
niño que ellos habían sido cuando existía la inocencia. Y le inspiraban piedad
las estatuas manchadas con excremento de paloma, las mujeres que traicionan a
su hombre para sentirse vivas y las víctimas de este tsunami universal de
gilipollez “progresera” que ha acabado inundando las neuronas y las agallas de
tantos españoles hasta reblandecerlas del todo.
Aunque
nunca fue más allá de la puerta de su bar favorito, tenía cierta debilidad por
los fugitivos, los trenes con destino a ninguna parte, las playas sin gente, el sexo sin herramientas y las personas que
echan raíces en el aire. Era de la opinión –no sé si fundada– de que las vidas monótonas
de esas gentes cuyas existencias son como de cercanías se apagan pronto. En
cuanto se ven obligadas a admitir que lo único extraordinario que les sucedió
en la vida fueron las paperas y la fimosis, antes de acabar metamorfoseadas en una
manada de fotocopias maduras de color carne.
En mi
escritorio, convenientemente enmarcada, conservo su columna “Blues
del niño en llamas”, que publicó en La Razón hace ya años. Me ha
servido de guía a la hora de no repetir como un loro lo que otros escribían por
tierra, mar y aire. Dicen que, a veces,
cuando llevaba encima dos copas de más, se iba de madrugada al cementerio para echarle
trozos de pan a los muertos. Probablemente es una leyenda urbana y la verdad auténtica
es que ahora se ha juntado con ellos para estar a su altura, por abajo y para
siempre.
La única noche que fui al Club Savoy –hace mucho tiempo– estuve hablando con él y le noté muy desencantado. Yo diría que sus
ilusiones se podían contar con los dedos de un muñón. El humo había formado
sobre nuestras cabezas una niebla cálida y plomiza que apenas nos hubiera
permitido verle el rostro a nuestra chica en el momento de besarla en la boca.
De pronto oí su voz cavernosa –como de barrenero
lírico– diciéndome:
-
“Amigo, casi todos se casan con gente normal,
hombres y mujeres en cuyos llaveros no hay una sola llave misteriosa. Conocen a
sus parejas, forman un matrimonio, tienen hijos y se pasan treinta años
cambiando de casa o de muebles hasta que llega ese momento fatal en que no queda
nada bonito que decirse. Y ¿sabes una cosa? La jodida verdad es que, en el
fondo, les hubiese gustado conocer a su pareja en un terremoto o en la selva. Porque
el amor, para que valga la pena, tiene que ser una mezcla de dolor y placer. Ya
sabes, chico, algo así como abrazar a un enemigo en llamas”.
Sergio Coello