Fueron pocos los días que pasé en casa de mis tíos en Callosa de Segura;
tendría trece o catorce años y dejaron en mí una huella indeleble.
En ellos conocí a “Rubio”, si bien ahora le llamaría “Plomero” ya que por
oposición no era pequeño, ni peludo, tampoco blanco ni parecía de algodón sin
huesos; este era un burro macho, grande de un color sucio gris plomo y de
huesos bastante duros como pude comprobar.
Para un chico de mi edad en una huerta en donde el pueblo no quedabas
cerca, donde los adultos -mis tíos- me consideraban un mal menor, mis
diversiones quedaban limitadas a unos chapuzones en la alberca, aproximaciones
más o menos receptivas, con pulgas incluidas, a los perros de raza indefinible
que rondaban por allí, la existencia de otro ser al que yo podía considerar con
una cierta racionalidad colmó mis deseos.
Ayudar a poner y quitar el serón a “Rubio”, tomarlo del ronzal, llevarlo a
la cuadra, ponerle agua y comida, él se dejaba hacer a la vez que me miraba
desdeñosamente.
En una ocasión me acerqué de improviso y el rucio dando un respingo lanzó
dos coces que evité por bien poco, pero me permitió descubrir que “Rubio” tenía
su personalidad.
Mis intentos de convertirme en caballero o jinete se salvaron con sendos
respingos y sus consabidas respuestas.
Envidiaba y me sorprendía la enorme salud que, a ratos, ostentaba el jumento a la vez que rebuznaba sonoramente,
ambas cuestiones despertaban mi curiosidad científica.
Mi tío conocía las “virtudes” del asno e intentaba que mis intentos de
jugar con el mismo fuesen, ya que no respetuosos, al menos cordiales.
Fuese porque yo era demasiado pesado, una mosca cojonera diríamos hoy, y mi
tío estaba harto de escucharme, una mañana conseguí su ayuda para, sobre una
astrosa manta colocada sobre el lomo ,montar a “Rubio” y tomarlo del ronzal.
En el instante en que aquel bicho me sintió sentado sobre su grupa se lanzó a una carrera
desenfrenada dando rebuznos y lanzando coces. Mis aficiones ecuestres se
convirtieron en un miedo cerval y cuando la bestia se quedó clavada de manos y
yo salí lanzado sobre sus orejas creo que se rompió en mí algo más que una
ilusión.
Me llevaron al pueblo, me dieron varios puntos en la barbilla en una brecha
por la que sangraba como un cerdo y el brazo izquierdo quedó magullado durante
una temporada. Tres días después volví a mi casa con el apósito y el brazo en
cabestrillo.
Cuando al reflexionar toco mi barbilla, inevitablemente me
acuerdo de “Plomero y yo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario