miércoles, 20 de abril de 2016

EL NEODIOS Sergio Coello (Verdades sin eco)


Soy de los que opinan que este mundo está mal hecho. No puede ser que
coexistan la Quinta Sinfonía de Beethoven y el Quijote de Cervantes junto
a esos asesinos en serie con causa política que practican el terrorismo como
herramienta de trabajo. Ni es razonable que hayan coincidido en el mismo
planeta los avances de la máquina de vapor o los trasplantes de corazón y
los campos nazis de exterminio y el Gulag soviético.
Así y todo, en este mundo imperfecto se han hecho muchas cosas bien a
lo largo de los siglos. El hombre empezó descubriendo el fuego y algunos
milenios después llegaron --una tras otra-- dos guerras mundiales terribles
que llenaron de muertos y medallas a las familias pero en el largo
intermedio, la Humanidad mejoró mucho por dentro y por fuera.
Desgraciadamente, ahora se ha puesto de moda la creencia general de que
todo lo nuevo es bueno y lo antiguo malo, sin matices ni excepciones.
Peor para los que la siguen. A mí me sigue fascinando el duro y tierno
desarraigo de escritores como Jim Thompson, Charles Bukoswki o
Raymond Carver, unos tipos que escribían siempre como si estuviesen de
paso por la vida y nos avisaban de que casi nada es lo que parece. O aquel
baile de Kim Novak en 'Picnic', cuando yo era un niño frente a la pantalla
del Cine Cervantes de mi pueblo, con ansias desmedidas y pre-eróticas de
ser un adolescente hecho y derecho. Tampoco se me ha ido de la cabeza la
sonrisa de Frank Sinatra contando que hizo lo que hizo con su vida
empeñado en que siempre fuese así --a su manera—; con aquella voz
misteriosa que mojaba a menudo en un vaso con Jack Daniels sin hielo. Ni
me olvido de la belleza de Monumental Valley frente a la mirada mágica de
Susan Sharandon al final de la película Thelma y Louise, antes de dar el
único paso adelante posible en aquel desierto sin salida.
Siempre he procurado conservar en los ojos el color crepuscular de las
hayas en otoño un poco antes de llegar al monasterio benedictino de
Valvanera, en la Sierra de la Demanda; cuando la carretera que subía
desde Anguiano era un camino de cabras. Y nunca dejará de sonar en mis
oídos aquella voz de lija con miel de Lee Marvin cantando Estrella
errante, rumbo a cualquier parte, al final de la película La leyenda de la
ciudad sin nombre.
Sin duda, esas son vivencias que tienen bastantes años pero a mí me
siguen pareciendo mucho más jóvenes y renovadoras que buena parte de
las escenas de la vida actual, con su olímpico desprecio por la belleza y esa
entrega a la galbana mental y sentimental.
En esta España contemporánea hay cabezas en las que únicamente
queda sitio para recordar de mala manera un periodo sangriento y guerracivilista, 
sin referencias éticas ni vitales. Sin dedicar, qué sé yo, ni un
segundo a la memoria de aquellos soldados cabizbajos que regresaban a sus
casas en abril del treinta y nueve --vencedores o vencidos--, con barba de
tres años y con uno de sus brazos dentro del petate lleno de pulgas. O los
besos de las parejas en el andén de un tren a punto de partir con destino a
Alemania, unos cuantos años después, porque ellos estaban abocados a irse
lejos de ellas para que los hijos ganasen ---esta vez, sí-- la guerra del
hambre. Incluso ha dejado de valer como ejemplo a seguir el viejo estilo de
los pobres parados de nuestra posguerra que preferían rebuscar grano en los
trigales, después de la cosecha, antes que llevarse a casa un solo fruto de
los sudores ajenos. En la actualidad, todo aquello ya no tiene hoy otro
significado que el de ser símbolo de un tiempo muerto entre la Prehistoria y
el presente.
Últimamente abunda una cierta obsesión por reencontrarse con un
pasado que ni siquiera se ha vivido. Me refiero a esa especie de tiempo
pretérito a la carta, en el que cada cual selecciona los ingredientes que le
apetece degustar; como en los restaurantes con autoservicio. A otros con
más años --y tal vez agobiados por la velocidad del tiempo menguante en la
cuenta atrás de la vida-- les da por evocar lo retrospectivo, las antologías,
los funerales y aquellas fotografías amarillas del desván agujereadas por la
carcoma del tiempo. Prefieren creer que cualquier tiempo pasado fue
mejor, que es una mentira piadosa que siempre funciona cuando se clama
contra un presente en el que no es posible reconocerse.
A mediados del siglo pasado, cuando yo era un niño en aquella Porzuna
rural y manchega donde nací, me sobrecogían la sombra alargada del loco
Bernabé, al anochecer, clamando contra el cercano volcán apagado del
Cerro Santo y los gritos de las parturientas que estrenaban hijo. También
me angustiaba aquel infierno nacional-católico con su maquinaria movida a
fuego para ajustarles las cuentas a los pecadores en cuanto se convertían en
fiambres. Algunos curas nos decían que Dios estaba por todas partes,
vigilándonos con desconfianza, como si fuera la “vieja del visillo”. La
verdad es que, tal como están hoy las cosas, no sé si habremos salido
perdiendo con la sustitución de aquel Dios justiciero e implacable por un
poder civil actual que nos vigila mucho más --y mejor-- hasta en las
parcelas más privadas de nuestra intimidad. Además, esta moderna
divinidad política de sustitución no tiene el menor inconveniente en
enviarnos a su infierno laico sin esperar a que exhalemos el último suspiro.
Atrévase a desafiar uno cualquiera de sus doscientos mil mandamientos y
verá lo que tarda en condenarle a la multa, a la cárcel, a la ruina, a la lista
negra o a la nada del silencio administrativo. Así que podría decirse que
hemos pasado de la vigilancia de un alguacil divino a la de un electrónico
centinela universal con radar móvil y visor de rayos infrarrojos.
Seamos claros: a quienes les tienen miedo de verdad los ciudadanos
normales de estos tiempos no es a Dios --con sus emisarios-profetas y sus
zarzas en llamas-- sino al Código Penal, los decretos-leyes, las
disposiciones del Ministerio de Hacienda y las normas municipales. Esta
batería de castigos son unas tremendas Tablas de la Ley dictadas por este
Neodios ultrapoderoso y extrajuducial que carece de piedad. Un Dios
moderno y laico que ha sabido rodearse de sacerdotes políticos mucho más
listos que los antiguos apóstoles porque han logrado mantenernos
embobados con la perversa idea de que la libertad no es un derecho
personal inalienable sino uno de los servicios a prestar por el Estado de
Bienestar cuando el gobierno lo considera conveniente y siempre que
cumplamos los requisitos de su baremo oficial.
Me temo que este miedo contemporáneo a la Ley ha sustituido a la vieja
conciencia individual de antaño, que ya solo es un sentimiento troglodítico;
un vago recuerdo de la moral de nuestros abuelos, que en las noches de
tormenta confiaban a partes iguales en el electricista de la zona y en la
virgen patrona del pueblo para que no caer en el pozo de tinieblas de un
apagón general.
Me lo dijo una noche uno de esos políticos con fama de santón entre las
masas.
- “Enseguida comprendimos que los españoles necesitaban un Plan
Renove moral. Así que les convencimos de que lo de menos es subir
al cielo; es más importante subir hasta la puerta del despacho oficial
más alto. De que solo nosotros podamos entrar a él, ya se encargan
otros.”

 (Publicado en Puerta de Madrid el 12/03/2016)

3 comentarios:

  1. Gracias Sergio, por aceptar que tu columna en "Puerta de Madrid" pueda ser compartida en este tu blog.
    Gracias mil por esas reflexiones que nos ayudan a ser críticos con tanto que nos rodea y vivimos.

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  2. Me ha gustado. Parada y fonda.Muy buenas tus reflexiones. Aquí se dicen un montón de afirmaciones para tener en cuenta, dada nuestra tendencia habitual a mostrarnos totalitarios en cuanto a nuestra rapidez en hacer juicios de valor y faltos de objetividad. Tenemos demasiada prisa.

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