Soy de los que opinan que este mundo está mal hecho. No puede ser que
coexistan
la Quinta Sinfonía de Beethoven y el Quijote de
Cervantes junto
a esos
asesinos en serie con causa política que practican el terrorismo como
herramienta
de trabajo. Ni es razonable que hayan coincidido en el mismo
planeta
los avances de la máquina de vapor o los trasplantes de corazón y
los campos
nazis de exterminio y el Gulag soviético.
Así y
todo, en este mundo imperfecto se han hecho muchas cosas bien a
lo largo
de los siglos. El hombre empezó descubriendo el fuego y algunos
milenios
después llegaron --una tras otra-- dos guerras mundiales terribles
que
llenaron de muertos y medallas a las familias pero en el largo
intermedio,
la Humanidad mejoró mucho por dentro y por fuera.
Desgraciadamente,
ahora se ha puesto de moda la creencia general de que
todo lo
nuevo es bueno y lo antiguo malo, sin matices ni excepciones.
Peor para
los que la siguen. A mí me sigue fascinando el duro y tierno
desarraigo
de escritores como Jim Thompson, Charles Bukoswki o
Raymond
Carver, unos tipos que escribían siempre como si estuviesen de
paso por
la vida y nos avisaban de que casi nada es lo que parece. O aquel
baile de
Kim Novak en 'Picnic', cuando yo era un niño frente a la pantalla
del Cine
Cervantes de mi pueblo, con ansias desmedidas y pre-eróticas de
ser un
adolescente hecho y derecho. Tampoco se me ha ido de la cabeza la
sonrisa de Frank Sinatra contando que hizo lo que hizo con su
vida
empeñado
en que siempre fuese así --a su manera—; con aquella voz
misteriosa
que mojaba a menudo en un vaso con Jack Daniels sin hielo. Ni
me olvido
de la belleza de Monumental Valley frente a la mirada mágica de
Susan
Sharandon al final de la película Thelma y Louise, antes de dar el
único paso
adelante posible en aquel desierto sin salida.
Siempre he
procurado conservar en los ojos el color crepuscular de las
hayas en
otoño un poco antes de llegar al monasterio benedictino de
Valvanera,
en la Sierra de la Demanda; cuando la carretera que subía
desde
Anguiano era un camino de cabras. Y nunca dejará de sonar en mis
oídos
aquella voz de lija con miel de Lee Marvin cantando Estrella
errante, rumbo a cualquier parte, al final
de la película La leyenda de la
ciudad
sin nombre.
Sin duda,
esas son vivencias que tienen bastantes años pero a mí me
siguen
pareciendo mucho más jóvenes y renovadoras que buena parte de
las
escenas de la vida actual, con su olímpico desprecio por la belleza y esa
entrega a
la galbana mental y sentimental.
En esta España
contemporánea hay cabezas en las que únicamente
queda
sitio para recordar de mala manera un periodo sangriento y guerracivilista,
sin referencias éticas ni vitales. Sin dedicar, qué sé yo, ni un
sin referencias éticas ni vitales. Sin dedicar, qué sé yo, ni un
segundo a
la memoria de aquellos soldados cabizbajos que regresaban a sus
casas en
abril del treinta y nueve --vencedores o vencidos--, con barba de
tres años
y con uno de sus brazos dentro del petate lleno de pulgas. O los
besos de
las parejas en el andén de un tren a punto de partir con destino a
Alemania,
unos cuantos años después, porque ellos estaban abocados a irse
lejos de
ellas para que los hijos ganasen ---esta vez, sí-- la guerra del
hambre.
Incluso ha dejado de valer como ejemplo a seguir el viejo estilo de
los pobres
parados de nuestra posguerra que preferían rebuscar grano en los
trigales,
después de la cosecha, antes que llevarse a casa un solo fruto de
los sudores ajenos. En la actualidad, todo aquello ya no
tiene hoy otro
significado
que el de ser símbolo de un tiempo muerto entre la Prehistoria y
el
presente.
Últimamente
abunda una cierta obsesión por reencontrarse con un
pasado que
ni siquiera se ha vivido. Me refiero a esa especie de tiempo
pretérito
a la carta, en el que cada cual selecciona los ingredientes que le
apetece
degustar; como en los restaurantes con autoservicio. A otros con
más años
--y tal vez agobiados por la velocidad del tiempo menguante en la
cuenta
atrás de la vida-- les da por evocar lo retrospectivo, las antologías,
los
funerales y aquellas fotografías amarillas del desván agujereadas por la
carcoma
del tiempo. Prefieren creer que cualquier tiempo pasado fue
mejor, que
es una mentira piadosa que siempre funciona cuando se clama
contra un
presente en el que no es posible reconocerse.
A mediados
del siglo pasado, cuando yo era un niño en aquella Porzuna
rural y
manchega donde nací, me sobrecogían la sombra alargada del loco
Bernabé,
al anochecer, clamando contra el cercano volcán apagado del
Cerro
Santo y los gritos de las parturientas que estrenaban hijo. También
me
angustiaba aquel infierno nacional-católico con su maquinaria movida a
fuego para
ajustarles las cuentas a los pecadores en cuanto se convertían en
fiambres.
Algunos curas nos decían que Dios estaba por todas partes,
vigilándonos
con desconfianza, como si fuera la “vieja del visillo”. La
verdad es
que, tal como están hoy las cosas, no sé si habremos salido
perdiendo
con la sustitución de aquel Dios justiciero e implacable por un
poder
civil actual que nos vigila mucho más --y mejor-- hasta en las
parcelas
más privadas de nuestra intimidad. Además, esta moderna
divinidad
política de sustitución no tiene el menor inconveniente en
enviarnos
a su infierno laico sin esperar a que exhalemos el último suspiro.
Atrévase a
desafiar uno cualquiera de sus doscientos mil mandamientos y
verá lo
que tarda en condenarle a la multa, a la cárcel, a la ruina, a la lista
negra o a la nada del silencio administrativo. Así que podría
decirse que
hemos
pasado de la vigilancia de un alguacil divino a la de un electrónico
centinela
universal con radar móvil y visor de rayos infrarrojos.
Seamos
claros: a quienes les tienen miedo de verdad los ciudadanos
normales
de estos tiempos no es a Dios --con sus emisarios-profetas y sus
zarzas en
llamas-- sino al Código Penal, los decretos-leyes, las
disposiciones
del Ministerio de Hacienda y las normas municipales. Esta
batería de
castigos son unas tremendas Tablas de la Ley dictadas por este
Neodios
ultrapoderoso y extrajuducial que carece de piedad. Un Dios
moderno y
laico que ha sabido rodearse de sacerdotes políticos mucho más
listos que
los antiguos apóstoles porque han logrado mantenernos
embobados
con la perversa idea de que la libertad no es un derecho
personal
inalienable sino uno de los servicios a prestar por el Estado de
Bienestar
cuando el gobierno lo considera conveniente y siempre que
cumplamos
los requisitos de su baremo oficial.
Me temo
que este miedo contemporáneo a la Ley ha sustituido a la vieja
conciencia
individual de antaño, que ya solo es un sentimiento troglodítico;
un vago
recuerdo de la moral de nuestros abuelos, que en las noches de
tormenta
confiaban a partes iguales en el electricista de la zona y en la
virgen
patrona del pueblo para que no caer en el pozo de tinieblas de un
apagón
general.
Me lo dijo
una noche uno de esos políticos con fama de santón entre las
masas.
-
“Enseguida comprendimos que los españoles necesitaban un Plan
Renove
moral. Así que les
convencimos de que lo de menos es subir
al cielo;
es más importante subir hasta la puerta del despacho oficial
más alto.
De que solo nosotros podamos entrar a él, ya se encargan
otros.”
(Publicado en Puerta de Madrid el 12/03/2016)
Gracias Sergio, por aceptar que tu columna en "Puerta de Madrid" pueda ser compartida en este tu blog.
ResponderEliminarGracias mil por esas reflexiones que nos ayudan a ser críticos con tanto que nos rodea y vivimos.
Me ha gustado. Parada y fonda.Muy buenas tus reflexiones. Aquí se dicen un montón de afirmaciones para tener en cuenta, dada nuestra tendencia habitual a mostrarnos totalitarios en cuanto a nuestra rapidez en hacer juicios de valor y faltos de objetividad. Tenemos demasiada prisa.
ResponderEliminarMuy buen artículo. Me ha gustado
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