jueves, 28 de abril de 2016

SER Y ESCRIBIR Sergio Coello (Verdades sin eco)



Una persona no es solo un nombre con dos apellidos, su número de

Documento Nacional de Identidad y su última declaración de la renta.

También es muchas otras cosas: su aspecto, aquellos sueños vírgenes de su

juventud, los retos que le ha ido tendiendo la vida y el coraje que le queda

al final para aguantar la llegada de la muerte con los ojos puestos en pie.

Un ser humano, ya digo, es también los restos de su niñez, las veces que se

ha levantado después de caer, los días de vino y rosas y aquella primera

noche en que veló el cadáver de alguien cercano sin cuya presencia ya nada

volvió a ser igual. Con la madurez auténtica, uno acaba aprendiendo que

es, además, lo que se cuenta de él; las adulaciones inmerecidas que recibe y

el pan y la sal que le niegan aquellos que jamás olvidan cuentas pendientes.

En estos tiempos cuesta encontrar a alguien con criterio para compartir

esas sensaciones especiales que producen una novela, una película o un

pasaje musical que valgan la pena. Sin duda, abunda la gente que sucumbe

de la misma manera ante el dictado publicitario de la moda cultural --esa

especie de balido que suena exactamente igual en boca de la mayoría de

ovejas en el rebaño– pero otra cosa bien distinta es cualquier creación que

exija una respuesta personal y única por parte del receptor.

Personalmente detesto la mayoría del cine español que se viene haciendo

desde hace años. Y no es porque me rinda como un papanatas ante las

películas que vienen de fuera ni porque desprecie los productos nacionales.

Simplemente, me parece que en el cine español se han acabado hermanando el sectarismo ideológico de los guionistas, la falta de talento

de los directores y el desprecio a la inteligencia del espectador por parte de

ambos. Además, habría que añadir a lo anterior esa enorme cantidad de

nuevos actores a los que han enseñado a interpretar mal sus papeles y

expresarse peor todavía. Por suerte, aún nos quedan vivos grandes

intérpretes que se hicieron así gracias al esfuerzo y los años, como los

buenos vinos. También se salvan algunos –poquísimos— jóvenes.

Tampoco me gustan las películas de dibujos animados ni las revistas de

“comics”. Se trata de una enfermedad que contraje durante mi

adolescencia, hace ya muchos años. Cuando era niño disfrutaba mucho con

los tebeos infantiles de entonces, tal vez porque creía que el mundo tenía

únicamente dos dimensiones. Luego crecí y las dos universidades –la

académica y la de la vida— me enseñaron que el universo entero no es

plano, ni siquiera cúbico. En realidad, está configurado por cuatro

dimensiones y la más importante de todas ellas es invisible y se llama

tiempo.

Vivimos en una sociedad que rinde culto a la aceleración y la frivolidad

por un lado y a la dejadez y la desidia por el otro. Ciertas vidas corren

mucho para quemarse deprisa. A otras, en cambio, lo más profundo que les

pasa por la cabeza es esa escalinata donde se sientan a esperar el porvenir,

que es algo que nunca llega cuando se adopta tal postura. En la era de las

comunicaciones, el ser humano se ha convertido en un autómata solitario

que gasta su dinero fundamentalmente en relacionarse con el teléfono

móvil, el correo electrónico y la tarifa plana de Internet; aunque luego

dedique una noche a la semana a beber en manada como aquellos búfalos

que formaban estampidas sobre las tierras sioux antes de ir todos juntos a

abrevar en los ríos que bajaban de las Montañas Rocosas. Recuerdo aquel

tiempo en el que cuando una persona quería estar sola se iba al campo sin

puertas para darle patadas al aire y silbarle al horizonte. O, en el peor de los casos, buscaba la soledad haciendo una cama redonda con la gripe, un par de aspirinas y un vaso de leche caliente. El que tenía madera de héroe

incluso le hacía un hueco a la copa de coñac Peinado.

Yo creo que la facilidad en las comunicaciones nos ha servido para

muchas cosas buenas pero también ha logrado que la gente vaya

pregonando su aislamiento por las aceras. Alguna vez he escuchado sin

querer a personas que mantenían en la calle, a través de su teléfono móvil,

conversaciones que eran propias de películas porno o de discusiones entre

asesinos en serie. Y lo hacían a voces, sin importarles que les dolieran los

oídos a los transeúntes que pasaban por su lado. Es decir, como si el resto

del mundo no existiera. En realidad, se trataba de un gasto inútil; ya que

por muy lejos que estuviese el interlocutor podría oír perfectamente

aquellas voces destempladas sin necesidad de usar ese aparato como

correveidile.

Uno nunca sabe a ciencia cierta para qué lectores escribe. Menos aún,

para cuántos. Puede que te lean unas cuantas docenas de personas a las que

les gusta que digas las mismas cosas que dicen los demás de otra manera

distinta o quizá solo interese tu opinión a cuatro tipos que se crecen por

contraste con el rechazo a tus ideas. Saben que no eres de los suyos y eso

les sube la moral o les hace un poco más grandes ante sí mismos. Pero eso

en definitiva no importa demasiado porque de lo que se trata es de actuar

con franqueza y lo más cerca del límite de tus posibilidades. Por otra parte,

con frecuencia el curso del artículo cambia respecto de cómo te lo habías

planteado al principio. Salvo que no te produzca el menor pudor redactar

una columna al dictado con prosa de portavoz oficial – con unos

argumentos que suenan como jaculatorias durante un rezo desganado del

Rosario--, al final queda poco de la forma original que te planteaste al

empezarla. Y en ocasiones el resultado es mejor de lo previsto. Uno

empieza con alguna reflexión sobre cierto hecho que le inquieta o le anima y acaba dejándose enredar en una maraña surrealista. Claro que la emoción

suele estar en lo inesperado, siempre que esa sorpresa no consista en

descubrir que la empresa de mudanzas encargada de trasladar tus muebles a

la nueva vivienda los carga en una nave espacial y sus operarios son

hombrecillos verdes con tres ojos en la cara.

Desde luego lo que no he hecho nunca –ni creo que suceda ya a estas

alturas de mi vida— es rellenar un artículo con lugares comunes y frases

hechas de esas que sustituyen al pensamiento personal. La opinión

publicada y las tertulias televisivas rebosan de esa clase de discursos

dirigidos. Quizá porque la propia sociedad española de hoy está en la

misma onda; la de sustituir sus propias conclusiones por esas otras que les

venden a precio de saldo en el mercadillo político. Respecto a la defensa de

los intereses de los trabajadores, el feminismo, la justicia, el progreso, el

cambio climático, la solución definitiva al paro y los problemas de la

cultura, escucho y leo constantemente demasiados eslóganes pero muy

pocas ideas.

Tampoco soy de los que escriben resumiendo lo que sus columnistas

favoritos publican en los diarios nacionales arrimando el ascua a la sardina

que comparten con camaradería ideológica. Por desgracia, casi siempre se

trata de una sardina que lleva demasiado tiempo fuera del mar y delata su

presencia por el olor. Claro que hace falta tener narices para notarlo y

atreverse a decirlo.

En la última época del régimen anterior, la inmensa mayoría de los

españoles utilizábamos el pensamiento para aspirar a la libertad. Cuarenta

años después es evidente que gracias a la ayuda de unos partidos políticos

–viejos y nuevos– expertos en triquiñuelas de tahúr, de un puñado de

televisiones deliberadamente narcóticas y de esa enseñanza que ha

apostado porque nos den pensadas las ideas, la supuesta libertad de hoy

–tan estrechamente vigilada, por cierto-- sólo nos ha servido realmente para

destruir aquellos razonamientos que nos estimulaban a conseguirla.




1 comentario:

  1. Reflexiones, preguntas que uno se hace sobre el cine español,la invasión informática, el "vicio" de escribir y sus destinatarios...
    Escribir es pensar en voz alta y no todos podemos o queremos sintonizar con el autor.
    Gracias, Sergio, por venir a Almoronía.

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