Es posible que muchos de ustedes estén familiarizados con la sangre: un corte, una herida, una hemorragia.
Pero no tantos habrán sentido la sensación de ver como un chorro de sangre mana frente a uno y le salpica las manos, la cara, la ropa y ese rojo delator, untoso y caliente le embadurna a uno; la sangre es pegajosa y las manos y dedos se adhieren con ese fluido hipnótico.
Estamos acostumbrados a ver como otras personas matan animales en nuestra presencia, nos sentimos vicarios del: matarife, torero, etc. y la culpa se diluye entre el grupo de espectadores; pero no todos observamos, sin perdernos un detalle, la maniobra. La víctima emite rugidos, balidos, lucha, se agita, se defiende, se contorsiona mientras el chorro de su fluido vital va saliendo a impulsos cada vez menos intensos y más espaciados hasta que el rojo líquido deja de manar.
No, la muerte violenta no es nada divertida, obscena sería la palabra que mejor la definiría y casi nadie tiene los redaños de asistir a la función completa como único espectador.
Basándome en ello, he solicitado la plaza de Verdugo del Estado, no en vano pasé veinte años en una penitenciaría por homicidio.
Creo que estoy más que capacitado para obtener el puesto.
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