jueves, 22 de enero de 2015

BLUES DE ALVITE - Sergio Coello ( Epitafio)


         Quizá le hubiese cuadrado mejor a este artículo haberlo llamado Muerte de un inmortal aunque me temo que a él le hubiese parecido pura exageración, una metáfora mal traída. Nada que ver con las suyas, que eran certeras como un disparo de “Harry el Sucio” o la definición del metro según la longitud de onda de la radiación del isótopo Kripton 86.  Se hizo periodista por seguir la saga, de la misma manera que Rockefeller acabó siendo multimillonario o Felipe VI ha devenido en rey de los españoles.  Cuando dejó de ser niño descubrió los clubs de jazz, los matones de segunda y las putas de madrugada, nada tiernas y bastante desengañadas de los hombres… que no pagan. Pateó ciudades imaginarias  de noche, a través de sus calles mojadas por la lluvia y en cuyos charcos acostumbran a brillar los reflejos cruzados de las luces de neón y los ojos gatunos de las rubias de asfalto.  José Luis Alvite fue uno de esos grandes en una literatura de periódicos que hoy no quiere cultivar casi nadie porque es más cómodo adornar las mismas consignas de siempre con mucha paja. Ahora la inmensa mayoría de los columnistas famosos se dedican a correr en el velódromo-redil de algún gran diario nacional a lomos de un caballo azuzado por cualquiera de las dos fustas ideológicas en competición. Y a no pocos de ellos les veo todavía pastar en la pradera, enseñando la marca del rancho grabada a fuego en el anca y protegidos con algún premio-alambrada contra la soledad libre del campo abierto.
     Alvite, por el contrario, fue siempre un francotirador suelto. Disparaba a distancia sus metáforas del calibre  nueve  largo  contra los lugares comunes,  el “buenismo de manual” y todos estos dogmas laicos de hoy, que han conseguido hacer de algunos sermones inquisitoriales de antaño un mal menor. En los artículos de José Luis Alvite se combinaban –como en los buenos cócteles de siempre– la dureza, la ternura, el desencanto, la lucidez y la poesía en sus justas proporciones.
      Le gustaba Sinatra cantando  I’ve got you under my skin y los pianistas de burdel que eran capaces de acariciar las teclas con manos de tahúr. Y le seducían las solitarias mujeres de madrugada; esas que lucen una silueta inolvidable encima de un taburete, junto a la barra de cualquier bar casi vacío, mientras suena  en la gramola la voz de guindilla con miel de Billie Holliday cantando Summertime, una nana de ópera perfecta para acunar el corazón herido de todos aquellos a los que nadie espera en casa.  
   Le caían bien los mafiosos sentimentales que pierden el botín del atraco por culpa de una pelirroja de las de verdad, con rizos de cobre arriba y  abajo. Y esos aventureros de película que prefieren romperse la crisma con el coche antes que atropellar, en un paso de cebra, al niño que ellos habían sido cuando existía la inocencia. Y le inspiraban piedad las estatuas manchadas con excremento de paloma, las mujeres que traicionan a su hombre para sentirse vivas y las víctimas de este tsunami universal de gilipollez “progresera” que ha acabado inundando las neuronas y las agallas de tantos españoles hasta reblandecerlas del todo.      
         Aunque nunca fue más allá de la puerta de su bar favorito, tenía cierta debilidad por los fugitivos, los trenes con destino a ninguna parte, las playas sin gente,  el sexo sin herramientas y las personas que echan raíces en el aire. Era de la opinión –no sé si fundada– de que las vidas monótonas de esas gentes cuyas existencias son como de cercanías se apagan pronto. En cuanto se ven obligadas a admitir que lo único extraordinario que les sucedió en la vida fueron las paperas y la fimosis, antes de acabar metamorfoseadas en una manada de fotocopias maduras de color carne.
     En mi escritorio, convenientemente enmarcada, conservo su columna “Blues del niño en llamas”, que publicó en La Razón hace ya años. Me ha servido de guía a la hora de no repetir como un loro lo que otros escribían por tierra, mar y aire. Dicen que, a veces, cuando llevaba encima dos copas de más, se iba de madrugada al cementerio para echarle trozos de pan a los muertos. Probablemente es una leyenda urbana y la verdad auténtica es que ahora se ha juntado con ellos para estar a su altura, por abajo y para siempre.
          La única noche que fui al Club Savoy –hace mucho tiempo– estuve hablando con él y  le noté muy desencantado. Yo diría que sus ilusiones se podían contar con los dedos de un muñón. El humo había formado sobre nuestras cabezas una niebla cálida y plomiza que apenas nos hubiera permitido verle el rostro a nuestra chica en el momento de besarla en la boca. De pronto oí su voz cavernosa  –como de barrenero lírico– diciéndome:
-         “Amigo, casi todos se casan con gente normal, hombres y mujeres en cuyos llaveros no hay una sola llave misteriosa. Conocen a sus parejas, forman un matrimonio, tienen hijos y se pasan treinta años cambiando de casa o de muebles hasta que llega ese momento fatal en que no queda nada bonito que decirse. Y ¿sabes una cosa? La jodida verdad es que, en el fondo, les hubiese gustado conocer a su pareja en un terremoto o en la selva. Porque el amor, para que valga la pena, tiene que ser una mezcla de dolor y placer. Ya sabes, chico, algo así como abrazar a un enemigo en llamas”.   
                                                                                                            
                                                                                   Sergio Coello

1 comentario:

  1. Muchas gracias, Sergio, por elegir esta tu casa, Almoronía, para publicar esa despedida del maestro José Luis Alvite.
    Lástima que el paso de los años vaya haciendo que el número de referentes se nos vaya extinguiendo.
    Con esa escritura comprometida, con él mismo y sus principios, el maestro ha sabido llegar a más gente de la que el clima actual pueda suponer.
    Descanse en paz.

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