El rayo de sol que atraviesa la ventana deja ver las microscópicas partículas que bailan en la luz.
Sentado
en un sillón orejero un hombre teclea en un ordenador portátil que sostiene sobre sus rodillas a la
par que unos auriculares le permiten trabajar en silencio.
En
una mecedora, una mujer mira la televisión cuya pantalla no es visible; la
mujer también tiene colocados unos cascos que tapan sus orejas e impiden que
escape sonido alguno. En su regazo un ovillo de lana y sus manos sostienen unas
agujas que producen un ruido casi imperceptible pero que da la impresión de
vida en la habitación.
Un
perro pequeño entra e inicia un gimoteo a la vez que recorre el trayecto entre
los pies de la mujer y la puerta.
-El
perro…-exclama la dueña.
El
hombre se retira los auriculares, coloca el portátil sobre una mesita a su
derecha, se incorpora y sale de la habitación seguido por el perro que inicia pequeñas carreras alrededor de sus pies.
Junto a la puerta sustituye sus zapatillas por unos zapatos y toma la correa
del perro a la par que abre la puerta y sale.
En
la calle el hombre relaja su expresión y pasea a lo largo de la calle mientras
el animal, al extremo de una correa extensible, husmea y va marcando los
árboles que encuentran a su paso.
Tras
un recorrido alrededor de la manzana el hombre regresa a la casa para ocupar el
lugar que abandonó y encuentra a la mujer como la estatua que dejó.
-¿Ha
ido bien?- interpela ella.
-Mmm…-
responde él.
Se
coloca los auriculares, recupera el ordenador y la sala queda en silencio.
Perfectamente descrito el mundo de terror cotidiano, silencioso, (y silenciado) de millones de seres en pareja. La tenebrosidad del aplastamiento y el vacío escondido y dominante, dibujado con maestría que acongoja al lector hasta el zarandeo.
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