Me dije: no podría soportar que esto no hubiese sucedido. Y me dije: pero podría igualmente no haber sucedido y ahora sería el mismo estúpido feliz que era antes de sentirme tan pleno, tan al borde del precipicio de la aventura. La aventura. Tenía treinta y tres años menos que yo, pero eso a ella no pareció importarle.
Por delante, una semana. Poco tiempo. Nada más que lo que dura el resplandor de un rayo en la noche comparado con su belleza, que era inmensa. Las cosas importantes en la vida te golpean así, sin que te las esperes. Se vienen a fundir arcanos espacio-temporales, siempre casuales, ininteligibles, que el destino, si es que existe, se empeña en presentar en un instante que es, pero que podría no haber sido por cuestión de segundos. La consciencia de ello pone los pelos de punta. Las cuerdas del tiempo se empecinan en concatenarse para fundir los instantes en uno solo, propio, fugaz, en el que cabe una sonrisa y una mirada distinta que uno también ha experimentado en connivencia con el otro.
El apartamento que alquilé no tenía lavadora, pero el arrendador, un griego más interesado por los 300 euros que le pagaba al mes, que por mis problemas económicos, me aseguró que podría usar la del piso de arriba, de dos habitaciones, que alquilaba individualmente y que aún no tenia inquilinos en aquél momento.
—Si alquilo el piso yo avisaré de que usted tiene derecho a la lavadora —dijo adelantándose a la pregunta que le iba a hacer y ofreciéndome una copia de la llave del estudio y otra del piso de arriba. Pero no cumplió su palabra, como está estipulado que los caseros no cumplan su palabra.
Como sabía eso, cogí la costumbre de llamar a la puerta antes de meter la llave en el piso de arriba. Lo hacía cada viernes, el día de mi colada, para evitar sorpresas. Un día descubrí que estaba ocupado por una jovencita, porque sobre la lavadora reposaban unas bragas usadas de niña joven. No había nadie en la casa. Confieso que al principio no les hice mucho caso y las aparté con cierto asco. Pero me las quedé mirando con perversa curiosidad. El bajo vientre me dio un vuelco y no tuve dudas. Olisqueé con vehemencia su aroma por sentir alguna compatibilidad. Terminé masturbándome sentado en el borde de la bañera con aquellas bragas pegadas a la nariz. Me juré que repetiría cada día de colada.
El viernes de la semana siguiente ella estaba en el piso cuando llamé. ¿Quién es usted?, preguntó viéndome con el barreño de plástico a la puerta. Yo no debía ofrecer el mejor aspecto posible, pero estaba dispuesto a hacer valer mis derechos.
—Esto, eh, ummm, ah, hola, soy su vecino de abajo. Tengo que recoger la ropa que he puesto a lavar en su lavadora hace una hora y media. ¿No le ha dicho nada el propietario?
—No.
—Verá —esbocé una absurda explicación sin mucha gana—…, alquilé el apartamento de abajo con la condición de poder usar…
—Vale, vale, pase —dijo sin más, allanándome el esfuerzo y ahorrándose el tener que soportar mis torpes explicaciones.
Al salir de su cuarto de baño con el barreño con la ropa recién lavada, le di las gracias y le tendí la mano. Ella balbució su nombre, pero lo olvidé al instante. Fue entonces cuando tuve consciencia de que aquél momento era único.
—¿Desde cuándo vive usted en Atenas? Yo sólo llevo una semana en la ciudad. ¿Qué tal es? ¿Podría darme algún consejo?
—Tres meses. Pero me voy dentro de una semana —dije apretando el barreño con la ropa recién lavada aún húmeda contra mi pecho, a modo de defensa—. Tener cuidado, especialmente en el Metro. Hay muchos robos cuando los descuideros perciben a un extranjero.
—Vaya, qué pena. Me encantaría que usted me enseñase algo de la ciudad. No conozco a nadie. ¿Quién mejor que usted, que lleva ya tres meses aquí y es mi vecino con derecho a lavadora?
—Eh, Ummm…, —volví a balbucir, porque su voz era tan joven como ella, de terciopelo aniñado con acento francés del inglés, si es que existe ese terciopelo, y eso hace temblar las piernas a un tipo como yo.
—¿Eso es que sí?
—Claro.
—¿Quiere tomar un café?
—Antes tengo que… —indiqué con la vista el barreño con mi ropa recién lavada.
—No se preocupe —contestó quitándomelo de las manos y colocándolo en el suelo de la cocina— Ahora mismo preparo el café— añadió dándose la vuelta. Pero no la dejé. La tomé por los hombros, la giré con suavidad y la besé sin más preámbulos. Lo hice por inercia. Esperé el bofetón de justicia. Pero acabamos con los últimos espasmos en el suelo de la cocina, junto al barreño de la ropa, después de que me hubiese ceñido con fuerza de atleta la cintura con sus muslos, aupada sobre la encimera donde la penetré con una pasión que hacía años creía perdida. Tanta, que sentí miedo.
El devenir de los acontecimientos es caprichoso, pensé mientras me subía los pantalones. Confieso que lo que me movió a ese estúpido pensamiento fue el hecho de que aquella mujer era casi una niña aún. No era sino un modo de defenderme de aquél último cartucho que me ofrecía la puta vida.
—¿Cómo se llama?
—Adiós— contesté. Me subí la cremallera del pantalón, recogí el barreño con la ropa y bajé a tenderla a mi pequeño apartamento.
Aquella noche en el hotel donde trabajaba discutí con un cliente que llegó borracho a las cinco de la madrugada. Si el tipo hubiese sido un poco discreto no le habría obligado a que la puta que lo llevó, la “Zri Finge”, pagase el peaje de la habitación, pero el mamón en concreto era un borracho chulo. Me dejó tumbado tras el mostrador de formica de la recepción con sabor a sangre en la boca. El tema se solucionó con la Policía ateniense tocando los cojones a todo el mundo con sus preguntas comprometidas, cosa que no me gustó nada porque sabía que los chulos de la zona me la iban a hacer pagar tarde o temprano.
Al día siguiente confieso que me sorprendió verla ahí plantada en la puerta de mi estudio. Me había hecho a la idea de que no nos volveríamos a ver.
—Quiero que me lleve a lugares secretos.
La dulzura de su expresión y su voz infantil me anestesiaron durante unos segundos.
—Pasa — reaccioné justo a tiempo de que no se diese cuenta.
—Su estudio me gusta más que mi piso.
—Pero el tuyo tiene lavadora.
Se rió. De un modo limpio que no encajaba con mi estado mental cínico. Pasé al interior y me acurruqué sobre la cama como un feto a punto de nacer. Encendí un cigarrillo y me la quedé mirando con detenimiento a través de las volutas de humo azul. Era muy bonita. Ummm. Con esa falda más, si cabe.
—Sitios secretos de Atenas. Lugares a donde no vayan los turistas. He visto que hay muchos turistas a todas horas en todas partes.
—Yo te puedo enseñar sitios en donde no.
—Oui, si vous plait! —mostró una auténtica alegría adolescente.
—Acércate.
Se sentó a mi lado en la cama. Me miró con intensidad. Alcé la mano y le acaricié el cuello. Gimió, pero no bajó la mirada, la mantuvo firme, serena, escrutando qué había detrás de la mía. Bajé la mano hacia su camisa y la fui desabrochando poco a poco. No había nada que decir. Acaricié sus pechos. Eran como gorriones tímidos calentitos. Después la besé y metí la otra mano debajo de su falda. Tenía las bragas mojadas. Follamos como salvajes.
—Creo que usted esconde un gran dolor —dijo cuando acabamos.
Los días de aquella semana se fueron consumiendo uno tras otro como un ciquitraque. Y con ella nuestros encuentros diarios. El último día confesó que me amaba. Le contesté que no había lugar para nuestro amor. ¡Dígame su nombre, dígame a qué se dedica! suplicó con vehemencia.
—El amor es algo que dura hasta que el otro te dice que sí.
Cuando sacó la pistola no me impresionó demasiado. Hasta con los papeles perdidos estaba bonita. Oí el disparo.
El País/Agencias/6/2011
Muerte de novela negra en Atenas
El conocido escritor de novela negra Alberto Moravista, fue encontrado muerto ayer en un apartamento de Atenas con un disparo en la frente. Moravista se había trasladado a la capital helena hace tres meses para documentarse en la que hubiese sido su décima novela. Para ello aceptó un trabajo en la recepción de un hotel de mala nota en la zona de Larissa, un barrio obrero y de inmigración hindú. Como consecuencia de estos hechos ha sido detenida una joven estudiante francesa de procedencia argelina de 22 años cuya identidad no ha sido facilitada. La joven cursaba una beca Erasmus de Historia del Arte en la capital griega desde hacía tan solo una semana. Alberto Moravista tenía 55 años cuando se produjo su muerte. La Policía encontró en sus bolsillos el billete de regreso a España para esa misma mañana y unas notas garabateadas con el arranque de su próxima novela.
Gracias, Pedro por elegir Almoronía para presentarnos tu estupendo relato.
ResponderEliminarUn thriller lleno de pasión.
Muchísimas gracias a tí por publicarlo, José Diego. Espero que guste. Lo empecé como novela, lo dejé en cuento, y lo continuaré como novela :)
ResponderEliminarBuenas tardes Pedro, he leído tu relato.
ResponderEliminarEspero que no sea el último que nos permitas leer. Un saludo.Pilar.
Muchas gracias, Pilar. Veré de pasarle a José Diego algún otro relato.
ResponderEliminarPedro
No me pareces un escritor novato. Tu relato es muy verosímil y ha logrado engancharme de principio a fin. Será un gusto seguir leyendo tus historias.Un saludo cordial. Pilar Bote.
ResponderEliminarSe agradecen tus palabras, Pilar. Bueno, no soy un escritor novato. Soy un escritor inédito, que es otra cosa. Ya peino muchas canas (tantas como el protagonista del relato) y dediqué toda mi vida al periodismo. Escribo desde muy jovencito, pero el periodismo mermó el tiempo que podía estar escribiendo novela, que es lo que me gusta.
ResponderEliminarDe nuevo, muchas gracias por tus palabras.
Pedro Avilés
¡Qué bueno! Juro que me imaginaba el final (o algo parecido), pero lo mismo, ¡qué bien hecho! ¡Qué bien escrito! Chapeau!
ResponderEliminarMónica
http://elaltillodelpolicial.blogspot.com
http://policialargentino.blogspot.com
Muchas gracias, Mónica.
ResponderEliminarPedro
Me parece un relato de entretenimiento calentón. La realidad de la vida no suele ser así, más cuando la mujer está muy por encima del hombre en el tema sexual .
ResponderEliminarMe parece brdo, soez y plagiado de una película . Pero a la gente le gusta lo morbo mezclado con aditivos sexuales , ¡¡ se la vie !!
Está tomado de un hecho real. Vaya olfato que tienes, tío moralista.
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