Pepe ya “tenía uso de razón” y se sentía mayor, de modo que oyendo a unos y otros sobre las “ventajas de socializarse” - entonces no se decía así- decidió probar su facilidad de inserción en grupos.
De modo que se dirigió a la casona de la calle del Obispo en dónde, cuando pasaba con su madre, se oían tantos gritos y ruidos. Era un edificio de piedra con un patio porticado en medio del cual se encontraban dos mesas de pimpón en las que cuatro chicos competían; a su alrededor , en varios bancos había una mescolanza de chicos, de entre ocho a catorce años, esperando turno para jugar en medio del griterío.
Pepe se sentó, después de ver que no conocía a nadie y se puso a esperar su turno; él no había jugado nunca al pimpón, pero pensaba era fácil de aprender.
No habían transcurrido diez minutos...unas voces diciendo: “A reunión...a reunión” atronaron el patio, lo que produjo una desbandada hacia el piso superior de jugadores y de quienes aguardaban, entre ellos Pepe quien absorbido por la avalancha se encontró en la reunión..
Allí, en una sala y sobre un estrado, un muchacho de unos dieciséis años, con pantalón gris oscuro, camisa azul mahón, correaje ostentoso y boina roja sobre la hombrera se definió como jefe de centuria y comenzó a hablar un galimatías en dónde las palabras: patria, consigna, deber se oían entremezcladas con sinsentidos o cuestiones que Pepe no sabía discernir.
Eso sí, a Pepe le quedó muy claro que para entrar a un despacho había que entreabrir la puerta y con voz alta, firme y clara había que decir:
- ¿ Me das tu permiso , camarada?
y ante la supuesta autorización había que abrir totalmente la puerta y con el brazo derecho alzado y extendido con la palma hacía abajo decir.
- ¡Arriba España!
A Pepe aquel lenguaje bronco, chulesco, cargado de testosterona barata y con mucha jerigonza: taconazos, giros, golpes de asiento al levantarse y sentarse, muchos “sí, camarada”, “no, camarada”...etc no le convencía demasiado y ese mismo día decidió no volver porque “eso no era lo suyo”.
Más adelante, un amigo le habló de que “también se podía jugar al pimpón, al ajedrez y a las damas en un edificio junto al Arco de San Lorenzo” y allí dirigió sus pasos en busca de “socialización”.
Si bien este edificio era también de piedra sus dependencias eran como más informales, no había salas con filas de asientos de madera abatibles y se percibía poco adoctrinamiento, se veía poca gente y resultaba más fácil llegar al turno de jugar al pimpón; consecuencia de ello fue que Pepe descubrió su desconocimiento y dificultades para jugarlo lo que le hizo eliminar dicha actividad como útil para su “socialización” ya que no sabía ni coger la paleta.
A aquel sitio Pepe fue varias veces, aprendió a jugar, con cierta habilidad a las damas, hizo algunos conocidos-amigos y permaneció un cierto tiempo.
El detonante de la huida de Pepe lo produjeron las fichas: Consistían en unas hojas de pequeño formato en que aparecían, perfectamente detalladas, todas las actividades que un católico de pro podía realizar; estando cada una de ellas acompañada por una casilla a su derecha para completar con un número o una aspa.
Así desde: confesiones, comuniones, primeros viernes de mes, rosarios, visitas al santísimo, sabatinas, vía-crucis, adoraciones nocturnas, ayunos, abstinencias...no había actividad relacionada con la piedad, el decoro, el apostolado o la religiosidad que en el dichoso papelito no apareciese con su casilla correspondiente.
La ficha requería ser rellenada con las acciones realizadas por el interesado, identificado como autor, y entregada periódicamente al tutor del grupo uno de los amables jóvenes que compartían con ellos juegos y actividadesy sobresalía como líder; cierto es que el control de la entrega periódica de la ficha se realizaba de una manera laxa pero de vez en cuando se recordaba.
A Pepe eso le empezó a traer problemas de organización, identificación e intimidad; él era un chico que asistía a un colegio nacional y sus actividades religiosas se limitaban a la asistencia a la misa dominical y nada más. Pepe empezó a entrar en conflicto con la hoja, las actividades a realizar según la misma arrojaban un saldo paupérrimo, y le parecía que no cumplía el standard de los chicos que compartían con él actividades entre las que se contó una divertida excursión al campo; de manera que un día dejó de asomar por el caserón y cerró ese capítulo de su historia.
Quedóle, a Pepe, un buen recuerdo de la gente de allí, los tutores eran amables, utilizaban un lenguaje educado y sereno y Pepe dejó aquello con una sensación de “haberle fallado a alguien”.
Pero no hay remordimiento que dure demasiado en un muchacho de nueve años y Pepe inició lo que sería el tercer intento de “socialización”, en este caso no programado
Por las tardes, a partir de las seis,se reunían en la sacristía de su parroquia algunos chicos, vecinos mas o menos próximos o conocidos y enterado de ello Pepe se presentó allí, eso se llamaba ir a la catequesis...pero aquello tenía aspecto de tertulia de chavales.
Los que llevaban más tiempo andaban atentos a la hora, que marcaba un gran reloj de pie que había a la izquierda de la cómoda,y se embutían en unas sotanas de monaguillos y de esa guisa ayudaban al cura a decir la misa acostumbrada. Otros estaban preparados para subir al campanario y llamar, a golpe de campana para la realización de cualquier acto litúrgico; a estos últimos Pepe y su amigo Eufrasio los miraban con embeleso al verlos subir y luego oír los distintos “toques” que marcaban el ritual que en la iglesia se iba a desarrollar en un período de tiempo próximo.
Cuando no había misa, campanas, entierro o parecido el cura más joven se sentaba con todos y les explicaba alguno de los arcanos del oficio sin beneficio, de monaguillo. También surgían algunas preguntas sobre los sacros misterios cuya respuesta era archivada en la memoria de Pepe.
Una tarde, en que la sacristía era un nido de frescura, y estaban pocos llegó D. Francisco, el coadjutor, y dijo que había que tocar a misa de siete. Eufrasio y Pepe vieron que era la ocasión que tanto habían esperado y corriendo se dirigieron, auto investidos de campaneros, escaleras arriba por la torre hacia lo alto del campanario.
Y allí estaban: dos hermosas campanas de bronce, con unos badajos descomunales y unas enormes sogas para hacerlos sonar y a esta labor se pusieron Pepe y Eufrasio con energía.
Resulta que ninguno de los dos tenía demasiada idea del manejo de ese determinado instrumento de cuerda y que el “arcano campanil” no había sido explicado en su presencia, por lo que llevarían diez toques o así cuando fueron llamados por el hueco de la escalera para que dejasen su labor y cuando bajaban fueron “obsequiados con sendos coscorrones” por los campaneros oficiales que iban en sentido inverso.
La razón: como profanos en la mística, el arte y la métrica del campaneo, en lugar de llamar a los feligreses a misa estaban “doblando a muerto”.
Días después, en casa, Pepe hizo un inventario de sus magras posesiones, se aseguró una fuente de lecturas varias, tomó sus bolsitas de chapas y canicas puso bajo su brazo unos tebeos para cambiar en el “puesto” y tomando escaleras abajo se dirigió a “socializarse” por su cuenta.
El hombre es un ser social por naturaleza y aunque nadie sólo, es completamente feliz, a veces ,mejor solo que mal acompañado.
ResponderEliminar..al final..está visto que el que la sigue..la consigue.
Saludos.Pilar.
Manolo me envía el comentario que inserto y que encuentra dificultades de incorporarlo él mismo.
ResponderEliminarGracias por los ánimos y espero que Pepe continúe "bicheando".
"Enhorabuena José Diego por la descripción que ofreces. Creo que no conozco el sitio parroquial ni el cercano al Arco de San Lorenzo aunque el "de la calle del Obispo" si que me suena, je,je,.. Lo has descrito exactamente como era y hay que ver qué lejano quedó en el tiempo aquél escenario y aquella parafernalia, afortunadamente, aunque a veces oye uno algún exabrupto que parece como si algunos añoraran aquéllos tiempos.
Gracias por compartir tus recuerdos y te animo a continuar. Estas sensaciones son también las de uno mismo y esos entornos fueron cotidianos también para mí.
Un abrazo,
MANOLO"