Una vez terminada la preparación, su madre se iba a casa ; eran días de mucho trabajo y Pepe, que tenía ya ocho años, quedaba encargado de estar pendiente del turno y avisar cuando las bandejas habían entrado en el horno. Allí al calor y al olor de tanto aroma mezclado Pepe se aburría, pero se estaba mejor que al frío de la calle.
A media tarde, cansados, contentos y con la ayuda de algún amigo volvían a casa con una canasta llena de mantecados, roscos, alfajores, gusanillos y empanadillas.
Por las mañanas Pepe y su hermana eran despertados por su madre quien irrumpía en la habitación con una bandeja de mantecados y roscos, que acompañados de una diminuta copa de anís“La Pastira”, les endulzaba el nuevo día. La bandeja pasaba a presidir la mesa del salón junto a dos copas limpias y sendas botellas de anís y coñac; eran “las pascuas” de las visitas.
El frío era intenso y él no salía sin sus guantes de lana, su bufanda y su abrigo, su madre siempre le decía “vas muy desabrigado”; aunque toda la indumentaria era para cruzar la calle para ir a casa de sus abuelos.
Un día fue despertado por una cantinela que la radio arrojaba sin cesar : “treinta y dos mil, cuatrocientos veintiuno...veinticinco mil pesetas...” era un sonido que acompañaba a todo el mundo allá por donde iba: en el bar, en la sastrería, en la barbería , en el mercado...una plegaria continuada en la búsqueda infructuosa de “salir de pobres” como todo el mundo ansiaba.
Por la tarde el comentario común giraba alrededor de que lo importante era la salud; Pepe no tenía muy claro lo que querían decir pero no se parecía a lo que la radio refería “millones en Soria, Talavera de la Reina y Albacete...o muy repartido ”. Las portadas de los periódicos del día siguiente mostraban, con grandes titulares y a toda página, gente con participaciones de lotería bebiendo champán y riendo de oreja a oreja.
Al atardecer se juntaba con Paco, Alfonso, Ángel y Agustín e iban a casa de sus familiares con las zambombas, panderetas, carracas y chinchines a cantar:
“ Si no me das el aguinaldo
al niño le voy a pedir,
que te dé un dolor de muelas
que no te deje dormir.
Al kirikikí
al kirikicuando
de aquí no me voy
sin el aguinaldo”
Les invitaban a entrar en la casa y con un mantecado y una copita de anís o coñac se iban con la música a otra parte.
Mañana 24, por la noche, Pepe, su hermana y sus padres irán a casa de sus abuelos maternos, allí se encontrarán con sus tíos y primos para cenar todos; más tarde vendrán sus otros tíos y primos,. Mientras los mayores se van a la Misa del Gallo, ellos cantarán al enorme, completo y bonito Belén que su tía Elisa construyó, comerán mantecados, turrón, peladillas y jugarán a “las tinieblas” hasta que sus padres vengan a recogerlos para irse a casa. Los más pequeños a esa hora estarán durmiendo y volverán en los brazos de sus padres.
¡¡¡ FELIZ NAVIDAD !!!
Recuerdos de una Navidad que me han contando, muy distinta a la que nos ha tocado vivir a esta generación. Se percibe el aroma de los pestiños!. clavedesolcarmen.
ResponderEliminarQué recuerdos tan maravillosos me trae tu relato, José Diego. Igual que vosotros y que la mayoría de las familias de entonces, acudíamos, en un ritual previsto, al horno (el de “Manolico” en nuestro caso) para hacer aquellos roscos, mantecados, polvorones y perrunas, que presidían durante las Pascuas la mesa del comedor, en bandejas junto al anís, coñac y algún licor de café que comprábamos en la cercana fábrica de Morales (antes el licor era casero, resol, y sabía a gloria). Y esas copas diminutas… aún conservamos una que es como un dedalito, y que era la cantidad máxima permitida para no achisparse.
ResponderEliminarY entrañable era la ronda que hacíamos los chiquillos pidiendo el aguilando por las casas de los vecinos y amigos del barrio… Tan entrañable como la cena de Nochebuena, rematada con los villancicos recordados ineludiblemente de Pascuas a Pascuas, pero que entre todos se recomponían y en los que incluso se permitía alguna pequeña procacidad, como licencia inaudita dentro de la rígida disciplina y costumbres de entonces. Villancicos siempre acompañados de los instrumentos al uso: zambomba, pandero, chinchines, carraca, y no faltaba la mano con su almirez de bronce ni la botella de anís para acompasar el ritmo.
Es un disfrute evocar aquellas Navidades de las que sólo nos procuramos los mejores recuerdos para no perder de vista eso que ahora vamos apreciando tanto y cada vez más… las raíces.
Un fuerte abrazo,
MANOLO PALOMINO
Mi infancia, también la recuerdo así, FELIZ, disfrutando la Navidad, en familia.
ResponderEliminar¡Lo pasábamos en grande¡
Imposible olvidar el olor y sabor de las comidas de mi abuela: El pollo de corral (un extraordinario entonces), las chuletas de cordero, los repápalos, la sopa de trapos, el bacalao frito en escabeche; los dulces, en especial, los pestiños y de beber nunca faltaba el anís de Cazalla( servidas en esas copitas que refiere Manolo).
La algarabía que se formaba en casa era de antología, abuelos, tíos, primos, hermanos.... Allí cabíamos todos.
Juntos, compartiendo, riendo y cantando. Los instrumentos variopintos donde los hubiere, desde la pandereta, zambomba, almirez, o cualquier otra cosa que sirviera al uso. Cantar era algo habitual entonces como el ir a pedir el aguinaldo:
“Dame el aguinaldo,
carita de rosa,
que no tienes cara de ser mentirosa,
y si me lo das (bis)
pasarás las pascuas
con Felicidad.”
Hoy en día, la sociedad actual impone nuevas modas, pero yo continuaré disfrutando de la Navidad con los míos, mientras me sea posible.
¡Felices Fiestas a todas/os ¡Un abrazo.
Sergio Coello me hace llegar el comentario:
ResponderEliminarAcabo de leer en Almoronía tu último relato -Pepe, Relatos (6)- que no es exactamente un ejercicio de melancolía sino un paseo por el mundo de nuestra infancia, algo que ya no existe. Cada vez me gustan más esa clase de historias que aceptan respetuosamente las reglas de un juego concreto para jugar a otro diferente. En este caso, contando acciones sencillas y corrientes (incluso aparentemente vulgares) se nos habla de otra cosa distinta: de un cúmulo de sensaciones -plásticas, aromáticas y sentimentales- que convierten ese relato en el que no pasa nada en un hermoso homenaje crepuscular a todo lo que hemos perdido por el simple hecho de crecer a caballo entre dos mitades tan opuestas de un mismo siglo. Era, sí, un mundo imperfecto -como todos, quizá más- pero en el que los seres humanos -contados de uno en uno, como tiene que ser- todavía no eran despreciables frente a este poder artificial de los colectivos abstractos, los lobbies victimarios y los grupos de presión.