Primeros pasos.-
Samuel Fuller nació en Worcester (Massachusetts) de unos padres que eran inmigrantes judíos (ruso y polaca) y que ─como tantos recién llegados a la “nueva tierra prometida”─ cambiaron sus apellidos originales por otro más sonoro y desapercibido, Fuller. Una forma como otra cualquiera de evitar preguntas incómodas sobre el propio origen.
El joven Fuller tuvo una temprana querencia por el periodismo; primero fue mensajero en la redacción de un diario y luego reportero de sucesos criminales en Nueva York. Sin duda, ese oficio le tuvo que poner en contacto con el lado turbio del alma humana; Ya saben, ese asunto del que prefieren no hablar los predicadores franciscanos y los revolucionarios creyentes. Durante los años treinta, Fuller también hizo de “negro” para guionistas de Hollywood aunque jamás sabremos a qué películas prestó su talento subterráneo porque siempre mantuvo una especie de ética individualista e incorregible que le impedía delatar a aquéllos que firmaron y cobraron la parte del león por sus guiones.
Movilizado durante la Segunda Guerra Mundial, Samuel Fuller participó en diversas operaciones de los aliados en África y Sicilia; incluso estuvo en el desembarco de Normandía. Pertenece, en fin, a esa clase de cineastas ─Wellman, Ford, Huston, Hawks─ que primero tuvieron muchas vidas diferentes en una sola y después se decidieron a contarlas todas en la pantalla. Naturalmente, ya pasadas aquellas imágenes épicas de juventud por el escepticismo que inevitablemente proporciona el paso del tiempo. Esta forma de hacer cine ha desaparecido prácticamente hoy porque corren tiempos en los que das una patada en el suelo y brotan un puñado de directores que han pasado, sin solución de continuidad, de la consola de videojuegos al plató de rodaje. Por poner un ejemplo, la visión que Sam Fuller tiene de la guerra, de cualquier guerra, ─cruel, violenta, desesperanzada─, y que tanta personalidad ha otorgado a sus obras bélicas, resultaría inexplicable sin su experiencia personal.
Algunas claves.-
Desde la primera película I Shot Jesse James, (Balas vengadoras, 1949) hasta la última La madonne et le dragon (1994), el cine de este director se ha distinguido por ese insistente empeño en construir su propio camino al margen de las cómodas autopistas previamente construidas y de los atajos tramposos que eligen los pillos. Traten el género que traten ─western, bélico, thriller─ las películas de Fuller se alejan por voluntad propia de los “terrenos trillados” y los personajes “fullerianos” se embarcan a menudo en viajes ─no sólo físicos─ que avanzan a través de ese territorio próximo y misterioso que es la mente humana. El caminante, por tanto, explora su propio interior, arriesgándose a afrontar los peligros que le acechan desde dentro y que se podrían resumir en la famosa sentencia sartriana ─vuelta del revés─ “el infierno somos nosotros mismos.”
El cine de Fuller tienen tanta fuerza visual que hasta su pesada carga ideológica ─fundamentalmente, en torno a la guerra fría entre Estados Unidos y el telón de acero o la depredación de los indios a mayor gloria del gran sueño americano─ acaban resultando pequeñeces frente a la grandeza de su arte. Quiero decir que la distinción entre la genial y compleja trama de los personajes y su escandaloso contenido político se disuelve en la nada en el mismo momento en que alguna de sus chicas rubias ─con tanto misterio como pasado, con tan escaso trasfondo social explícito como moralina bienpensante─ desabrocha sus piernas de par en par.
Encumbrado por muchos de los directores franceses de la nouvelle vague. Salpicado de maldiciones por los críticos sectarios de la izquierda española: “burro que veo, albarda que le pongo”; “burro que veo, albarda que le pongo”; “burro que…” y así indefinidamente. Inspirador de otra manera de hacer películas para directores actuales tan dispares entre sí como Jim Jarsmuch, Mika Kariusmäki, Quentin Tarantino o Martin Scorsese. Ése es Samuel Fuller. Y es que, a pesar de que murió hace ya unos cuantos años, su legado de creador combativo, aguafiestas y pasional, su herencia de agitador de esa comodona calma chicha políticamente correcta en la que se adormecen las buenas conciencias, sigue en pie a través de películas como Casco de acero, Bayoneta calada, Pick up on south street (Manos Peligrosas), La casa de Bambú, El quimono rojo, Run of the arrow (Yuma), Shock corridor (Corredor sin retorno), Verboten, Uno rojo, división de choque, Perro blanco y Les Voleurs de la nuit (Ladrones en la noche) por citar sólo mis favoritas entre más de treinta títulos.
En esta ocasión Sergio Coello nos aproxima a Sam Fuller, un director del que quizás no hemos visto muchas películas, pero aquellas que hemos visto nos han dejado un recuerdo especial.
ResponderEliminarDespués de esto que Sergio nos cuenta, de modo conciso pero no superficial, seguro que alguno de vosotros busca algún film de Fuller para redescubrirlo o iniciarse en él